Por: Montgomery Piedra Valencia
-¡El número cuatro!, grita una enfermera. Es mi turno. Llego al consultorio y saludo: –doctor Mendoza, buenos días. –Buenos días hombre. Siéntese. ¡Ah!, pero me cierra la puerta por favor. Cuénteme. -Continúa el médico.
–La semana pasada me hice unos exámenes y usted me dio cita para hoy. -Le dije.
–Perfecto, revisemos a ver. -Dice el médico. Busca en el computador y al instante su rostro muestra asombro. Lo miro fijamente. Él levanta sus ojos y me dice sin anestesia: -le quedan 24 horas de vida…
Siento calor en la cara y me le tiro encima al médico, lo cojo de la corbata y le pregunto: -¿a quién le quedan 24 horas de vida doctor?
-Con la voz ahogada y haciendo un gesto con la boca, me responde: -a usted.
-Lo suelto y él me dice: –¡eh!, casi me muero primero que usted.
–Bueno, y ¿por qué me voy a morir tan pronto? Le digo con reproche. -Eso no es culpa mía, un profesor llamó e informó que algunos estudiantes tenían 24 horas de vida.
Hice los análisis de sus exámenes, y los resultados son positivos. El diagnóstico es: “Muerte académica por síndrome de paro mental”. Así que haga lo que tiene que hacer, porque el tiempo está corriendo.
Salgo del consultorio sin despedirme de Mendoza. Una enfermera se me acerca y me pregunta: -¿qué le dijo el doctor? –A usted qué le importa. Le respondo con rabia de moribundo.
Afuera del centro médico me le acerco a una vendedora de minutos. –Una llamada por favor. Le digo con tono seco. Ella no responde, pero me pasa un teléfono. Digito el número de mi esposa. Timbra cuatro y cinco veces. Me responde una voz de hombre pero muy sensual: “buzón de mensajes, tendrá cobro a partir de este momento”.
Dándole tiempo de sacar el teléfono del bolso, vuelvo a llamar. Por fin me contesta: -Aló. Me dice ella. –Hola mi amor. Le respondo yo. -¿Cómo te fue donde el médico? Me pregunta mi esposa. –Mal. El matasanos me dijo que me quedaban 24 horas de vida. –¡Ah!, no digas eso. De eso tan bueno no dan tanto. Me responde en medio de risas. –Es en serio amor. -Le digo. Y ella se vuelve a reír. Me doy cuenta que no me cree y me despido. Pero antes me recuerda que hay que pagar los servicios.
Llamo a mi hija. Y me contesta en voz baja, como si no quisieran que la escucharan: -Aló. –Hola hija. Le digo. –Papi estoy en clase, ¿qué quieres? Me responde ella. –Hija, el médico me dijo que me quedaban 24 horas de vida. -Le digo con la voz entrecortada. – ¡Ah, papi, esas bobadas! -Te amo y chao. -No me molestes. Estoy en clase.
Desconsolado le entrego el teléfono a la vendedora y le pregunto cuánto le debo. -$800 señor. –Disculpe. Continúa hablando la vendedora. –Pero eso de llamar a su familia a decirles que se va a morir no es muy gracioso. Esos chistes no se hacen. – ¡No sea metida, limítese a vender minutos y no escuche las conversaciones ajenas! Le contesto y me voy del lugar.
Ya no tengo ánimo para decirle a alguien lo que me está sucediendo. Pienso en escribir un epitafio. Compro una lápida y me siento en el bar ‘La última lágrima’ que queda en frente del cementerio. Le pido a don Numa, dueño del bar, que me ponga esa canción ‘Nadie es eterno en el mundo’, y que me sirva una Coca Cola, que deseo inspirarme para escribir el epitafio que llevará mi tumba.
–No se vaya a emborrachar con gaseosa que le queda torcida la letra. Me dice el cantinero en medio de carcajadas. –Cantinero hp. Pienso.
No soporto más esta angustia. Nadie cree que me voy a morir. Mi muerte produce regaños y risas. Ya me quedan pocas horas de vida. Por fin decido dejar estas palabras en un papel para que las graben en la lápida: “Es en serio. Estoy muerto”
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